28 de noviembre de 2012

JOSE MARÍA ARGUEDAS



























 
Hace 43 años, José María Arguedas se disparó en la sien en un baño de la Universidad Nacional Agraria de La Molina. Días después moriría. Hace unos meses, recopilé para el semanario Hildebrandt en sus Trece datos sobre la última semana de vida de Arguedas. Aquí lo correspondiente a aquel viernes de 1969.

Después de corregir sus cartas de despedida y minutos antes de dispararse en la sien, Arguedas le hizo una última pregunta a Alfredo Torero.

-¿Crees, Alfredo, que entre los jóvenes estudiantes habrá un nuevo Mariátegui?

Esa mañana de viernes, Arguedas se encontró con Torero a las 8 de la mañana en la Agraria. No quería ser interrumpido. Fue idea suya ir en auto por los alrededores del campus, a lugares cercanos y tranquilos, con intervalos de atención en su oficina. La conversación giró sin eje, jovial y tranquila, pero con temas de coyuntura política presentes: Vietnam, Cuba, las guerrillas, el Gobierno, Mayo del 68, el Ché. Eran temas que a Arguedas lo capturaban. Ese año ya había escrito poemas en quechua a Vietnam y Cuba. En algún momento, cuando hablaban del Perú, Torero le propuso a Arguedas visitar los lugares de su infancia: Andahuaylas, Abancay, Lucanas. Él se negó. Sabía que estaban ocurriendo cambios y que estos no le iban a gustar. Prefería quedarse con la imagen que tenía de ellas desde niño. Comentaron también de los cursos que dictarían el siguiente ciclo. A Arguedas le habían asignado sociología urbana y eso no lo había satisfecho: él ni sabía qué era ciudad, lo hacían solo porque conocía Chimbote pero no tan bien como ellos creían. Torero le sugirió pedir otro curso pero Arguedas desestimó la idea.

-¡Dejémoslo así! De todas maneras no lo voy a dictar.

Fueron a almorzar, también a sugerencia de Arguedas, a un restaurante ubicado en un campo de experimentación agrícola lindante con la universidad. Los dueños eran japoneses pero la comida era criolla. Arguedas no podía comer todas las cosas que le gustaban porque le causaban desórdenes gástricos. Por ejemplo, su querido choclo tenía que comerlo sin cáscara ni pedúnculo.

La palta tampoco le caía bien, pero ese día pidió de entrada media palta. La comió con regocijo, contento, como un demonio feliz.

-Ojalá no te haga daño –le dijo Torero.

-Hoy nada me hace daño –le contestó Arguedas. Al final se comió una palta entera.


Siguieron conversando hasta las cinco de la tarde, hora en que volvieron al departamento. Torero se estacionó al frente y Arguedas empezó a hablar de Celia Bustamante, su ex esposa. A su juicio era celosa y posesiva, se había sentido en un encierro y lamentaba ahora no haberse liberado antes.

Una vez en la oficina, Arguedas le encomendó tres sobres a Torero. Estaban bien amarrados y uno de ellos pesaba claramente más. Mientras Torero iba hacia su carro para volver a casa, se preguntaba si entre los sobres que cargaba no habría una carta de despedida.

Luego, Arguedas le pidió que le diera los sobres por un momento. Abrió dos de ellos, sacó las cartas que contenían, escribió sobre ellas, las puso en sobres nuevos y se las devolvió. Torero vaciló en ese momento. Quedó quieto. Partir o no. Arguedas lo miró y le preguntó.

-¿Crees, Alfredo, que entre los jóvenes estudiantes habrá un nuevo Mariátegui?

Torero le dijo lo que creía. Sí.

-¡Gracias! –le respondió Arguedas. Se paró y lo abrazó, enérgico.


Ricardo Rivera vio también esa tarde a Arguedas. Estaba parado en la puerta del departamento, cerca de las cinco, con las manos cruzadas a la altura de la barriga.  Veía adusto cómo los buses con alumnos y trabajadores de la Agraria partían, como esperando que la universidad se quedase vacía. Pasadas las cinco, con Torero, Rivera y los buses rumbo a Lima, Arguedas inició la ejecución de su muerte. La matricula había terminado, los trabajadores y alumnos ya estaban camino a casa, creía que ya no había nadie a quien molestar ni que interrumpiera su paso a la muerte. No se percató que en el departamento todavía quedaba una persona. Cuando escuchó un disparo se acercó al lugar de donde venía el sonido: el baño. Intentó abrir la puerta pero no podía, parecía trancada. Era el cuerpo del propio Arguedas, aún con vida, que después del disparo había caído contra la puerta. Había decidido descansar para siempre, le escribió a su sobrino Abel Carbajal Arguedas, hijo de su hermana Nelly. La carta tenía como fecha 28 de noviembre. Días antes, le había enviado el ¿Último Diario? a su amigo chileno Pedro Lastra. Llevaba una corta dedicatoria escrita a mano con una sencilla despedida.
Y no me olviden; recuérdenme con alegría.

Fui feliz

J.M.

Arguedas caminó hacia el baño, donde ahora viven dos pisonays. Sostuvo la pistola calibre 22 en su mano derecha. La subió a su sien. Se miró en el espejo. Haló el gatillo.

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