1 de abril de 2013

EL ESPACIO GENUINO DE LA ALEGRÍA

Carnaval en la Quebrada de Humahuaca
Por Gabriela Filgueira para HABITAR
 


























La UNESCO ha  caracterizado  a la Quebrada de Humahuaca como un “sistema patrimonial de características excepcionales”.  Ese sistema se traduce no sólo en su geografía, sino en sus costumbres que desde hace cinco siglos conjugan tanto las tradiciones incorporadas por los españoles como las costumbres realmente autóctonas de nuestros pueblos originarios.

Más allá de toda la explicación cultural y/o antropológica  que exige la celebración del carnaval norteño como rito, una de las características más llamativas es el uso y disfrute del espacio público en forma absolutamente genuina, entendiéndose como genuina, la idea de la salida espontánea de estos  pueblos para festejar. En estos días en “donde todo vale”,  no hay convocatoria que valga más que la que surge de la alegría de la misma gente por si misma. En el carnaval de la Quebrada, se vive, se baila, se canta,  se comparte y se hace uso de las calles y las plazas  desde las semanas previas,  hasta su culminación, en donde la adrenalina y el vértigo de los días transcurridos dejan lugar a la reflexión del agradecimiento,  los pedidos para el nuevo año y al dar  permiso para que  el repicar de las cajas y las coplas se vayan tornando más lentos reflejando  el sentimiento propio de estos pueblos.

 


Humahuaca

 




















La pequeña  plaza central de Humahuaca convoca el “sábado del desentierro” a jóvenes, no tan jóvenes,  locales y visitantes que desatan una guerra de talco y espuma en la que nadie se da por ofendido en caso de ser  víctima de la misma. La plaza se perfuma con una mezcla extraña proveniente del  talco con el que se tiñen las caras  y de la albahaca que lucen los solteros (y los que se hacen pasar por… ) para demostrar su condición. En los alrededores,  la gente canta en las improvisadas peñas y las empanadas y el alcohol corren por doquier, mientras las comparsas conformadas por habitantes del pueblo, se adueñan de las calles en un desfile que desparrama música  y establece una competencia interna  cargada de creatividad.
Increíblemente a las dos de la tarde el pueblo queda en silencio, porque a esa hora,  a modo de extraña paradoja, la iglesia católica realiza una misa para bendecir al rito pagano del carnaval, y es el momento en los humahuaqueños  suben a rezarle a la virgen  y  los turistas comienzan a desparramarse por los pueblos vecinos para rodear  los distintos mojones que desenterrarán al diablo minutos más tarde.

 

Uquía: Angeles y diablos






















Uquía es una pequeña localidad del departamento de Humahuaca.  El pueblo no se caracteriza por haber desarrollado un trazo urbano claro y ordenado, por el contrario, está conformado por unas pocas calles con sus casitas de adobe que ayudan a acentuar ese “color tierra” tan particular  de los pueblos del norte.

La Iglesia de Uquía, terminada  de construir en 1691 y la cual mantiene hoy día la mayoría de sus características arquitectónicas originarias, constituye el mayor atractivo turístico debido a  la presencia de sus  "Arcabuceros” que conforman  una de las muchas series de pinturas de ángeles que durante el periodo hispánico se pintaron en toda la zona andina, siendo su origen  la escuela cuzqueña. Este atractivo pasa a un segundo plano en la época de carnaval ya que la “bajada de los diablos” de Uquía es una de las más populares y atractiva en todos sus aspectos.

La bajada de los diablos de Uquía encierra el misterio de sus “disfrazados”, quienes guardan celosamente su identidad, cambiando hasta el tono de su voz para no ser descubiertos por sus vecinos y familiares.
Esta ceremonia lleva consigo una carga de emoción importante  tanto en su despliegue de color  como  en el sentido de la celebración del rito. Se realiza en un espacio abierto, vacío, sin traza urbana identificable, es simplemente al pie de un cerro en medio de la naturaleza absoluta de la quebrada, allí no hay plaza ni construcción alguna, sólo un simple y despojado cementerio casi informal, vecino a ese sitio elegido genuinamente por la gente para construir el mojón que mantiene enterrado al diablo durante un año.

El montón de piedras apiladas, simple y armoniosamente  decorado por girasoles va recibiendo a lo largo de la tarde las ofrendas que los habitantes más longevos del pueblo acercan, las mismas pueden variar desde cajas de cigarrillos, serpentinas, chicha, cerveza, albahaca y mucho talco hasta los aerosoles vacíos de la espuma festiva. Con el correr de las horas el sitio  se va rodeando de los más  jóvenes y de los pocos turistas que tuvieron el privilegio de enterarse que esta bajada es una de las más bellas del carnaval de la quebrada. 

Suena una primera bomba, estallan los corazones  y los vecinos se van convocando, movilizados por  sus creencias y  desde su propia voluntad de manifestar la alegría de la fiesta. Suena un segundo estruendo y la alegría de una banda contagia a todos con canciones populares y alusivas que describen las vivencias de los pobladores durante esos días de celebración en la que “todo vale”. Finalmente, la tercer bomba, la que llena de emoción al pueblo  es la que indica que los diablos bajan desde la cima del cerro trazando  una línea horizontal de brillo y color que se divisa desde  lo bajo. Descienden  a una velocidad increíble acompañados del ritmo de las trompetas de los músicos que los esperan al pie, algunos hasta lo hacen rodando y al llegar al mojón, esa alegría genuina toca su punto más alto, porque se baila, se salta, se moja con espuma, “se castiga” a quien no participa y fundamentalmente se comparten no sólo esos sentimientos y esas creencias sino el uso de ese   espacio que se convierte en el espacio de todos y al que cada uno  se van adaptando con el correr de las horas a pesar de su accidentada geografía.

 

Tilcara y el aluvión turístico
 





















Hasta hace pocos años, las polvorientas calles de Tilcara vivían con festiva  tranquilidad  la celebración del carnaval como los otros pueblos de la quebrada.
Durante los últimos tiempos, Tilcara fue presa del desarrollo  turístico fomentado en parte por la promoción de su carnaval y por su conformación como  nuevo “paraíso” para los hippies del nuevo siglo.
Hay una dualidad en los Tilcareños,  por un lado, estas modificaciones los beneficia económicamente y por otro, los ha ido despojando  de las características tradicionales  que mantenía este pueblo.

Las congestiones de tránsito durante la época de carnaval se asemejan a las de las grandes ciudades y son aún peores, ya que un estancamiento con el auto implica el no poder avanzar por horas, los servicios no dan  abasto y hay turistas que ante la falta de alojamiento elijen pasar los días y las noches en las calles, con todo lo que ello implica.
A pesar de todo esto, las calles durante el carnaval se convierten en el escenario de una  fiesta absoluta, casi no queda espacio en donde bailar y  en donde las comparsas puedan desfilar. Los aromas de las tortillas hechas en las parrillas de los  puestos callejeros  informales, propiedad de integrantes de las comunidades originarias, conviven  con los locales de ropa y objetos  de diseño y los hoteles “con encanto”, mientras  la cerveza y la chicha se reparten por doquier. La plaza central, frente a la Municipalidad (como en todo pueblo),  congrega a los puesteros que venden sus artesanías en medio de una guerra de espuma y talco en la que participan mayoritariamente  los  jóvenes y en las que en sus momentos más extremos  incluye el desparramo de pintura de la que cualquiera puede ser víctima.

El espacio privado, (el de algunas viviendas y galpones), se transforma en público, cuando las familias organizan “los fortines” abriendo las puertas de sus casas y convirtiéndolas en un ámbito en el que por una módica entrada se come, se bebe y se disfruta de los conciertos de artistas mayormente desconocidos pero de un talento inmenso.
El predio en el que durante el año funciona  el Mercado Municipal, se convierte en un “mini estadio” en el que el grupo jujeño  “Los Tekis” arman su peña llevando como invitados tanto a músicos  ignotos como a famosos grupos de  rock nacional, logrando una fusión de estilos.  El simple mercado se convierte entonces en un escenario digno de  grandes recitales con pantallas gigantes e iluminación prolijamente diseñada, pero en el cual la esencia de compartir, bailar y beber alcohol no se pierde manteniendo esas raíces genuinas de la celebración más allá de  los estilos y las generaciones de los que asisten.

Jujuy, sus calles, sus plazas, sus espacios  se perfuman de albahaca, se tiñen de blanco, se embriagan de chicha  y fundamentalmente se convierten en propiedad de sus verdaderos dueños: la gente.

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